LECTURAS | “El gigante enterrado”, por Kazuo Ishiguro

15/04/2017 - 12:04 am

Una novela ambientada en un pasado remoto y legendario que vuelve sobre los grandes y eternos temas que inquietan a los seres humanos. “No sólo es muy original, sino que posee una peculiar, incluso hipnótica, belleza”, ha dicho David Sexton, del The London Evening Standard.

Ciudad de México, 15 de abril (SinEmbargo).- Inglaterra en la Edad Media. Del paso de los romanos por la isla sólo quedan ruinas y Arturo y Merlín –amados por unos, odiados por otros– son leyendas del pasado. Entre la bruma todavía habitan ogros y británicos y sajones conviven en unas tierras yermas, distribuidos en pequeñas aldeas. En una de ellas vive una pareja de ancianos –Axl y Beatrice– que toma la decisión de partir en busca de su hijo. Éste se marchó hace mucho tiempo, aunque las circunstancias concretas de esa partida no las recuerdan, porque ellos, como el resto de habitantes de la región, han perdido buena parte de la memoria debido a lo que llaman “la niebla”.

En su periplo se encontrarán con un guerrero sajón llamado Wistan; un joven que lleva una herida que lo estigmatiza; y un anciano Sir Gawain, el último caballero de Arturo vivo, que vaga con su caballo por esas tierras con el encargo, según cuenta, de acabar con un dragón hembra que habita en las montañas. Juntos se enfrentarán a los peligros del viaje, a los soldados de Lord Brennus, a unos monjes que practican extraños ritos de expiación y a presencias mucho menos terrenales. Pero cada uno de estos viajeros lleva consigo secretos, culpas pendientes de redención y, en algún caso, una misión atroz que cumplir.

Sumando el viaje iniciático, la fábula y la épica, Kazuo Ishiguro ha construido una narración bellísima, que indaga en la memoria y el olvido acaso necesario, en los fantasmas del pasado, en el odio larvado, la sangre y la traición con los que se forjan las patrias y a veces la paz. Pero habla también del amor perdurable, de la vejez y de la muerte.

Por cortesía de Anagrama, publicamos las primeras páginas de El gigante enterrado.

Una novela de ciencia ficción. Foto: Especial

PRIMERA PARTE – CAPÍTULO UNO

Podríais haber pasado un buen rato tratando de localizar esos serpenteantes caminos o tranquilos prados por los que posteriormente Inglaterra sería célebre. En lugar de eso, lo que había entonces eran millas de tierra desolada y sin cultivar; aquí y allá toscos senderos sobre escarpadas colinas o yermos páramos. La mayoría de las vías que dejaron los romanos ya estaban en aquel entonces destrozadas o en mal estado, en muchos casos devoradas por la naturaleza. Sobre los ríos y ciénagas se posaban neblinas heladas, que eran propicias a los ogros que en aquel entonces todavía poblaban esas tierras. La gente que vivía en los alrededores –uno se pregunta qué tipo de desesperación les llevó a instalarse en unos parajes tan lúgubres– es muy probable que temiese a estas criaturas, cuya jadeante respiración se oía mucho antes de que sus deformes siluetas emergiesen entre la niebla. Pero esos monstruos no provocaban asombro. La gente entonces los veía como uno más de los peligros cotidianos y en aquella época había otras muchas cosas de las que preocuparse. Cómo conseguir comida de esa tierra árida; cómo no quedarse sin leña para el fuego; cómo detener la enfermedad que podía matar a una docena de cerdos en un solo día y provocar un sarpullido verdoso en las mejillas de los niños.

En cualquier caso, los ogros no eran tan terribles, siempre que uno no les provocase. Aunque había que dar por hecho que de vez en cuando, tal vez como consecuencia de alguna trifulca de difícil comprensión entre ellos, de pronto una de esas criaturas se adentraría erráticamente en una aldea, presa de una incontenible ira, y aunque se la recibiese a gritos y blandiendo ante ella armas, en su furia destructiva podía llegar a herir a cualquiera que no se apartase lo suficientemente rápido de su camino. O que cada cierto tiempo un ogro podía llevarse consigo a un niño y desaparecer entre la niebla. La gente de aquel entonces tenía que tomarse con filosofía estas atrocidades.

En un lugar así, al borde de una enorme ciénaga, a la sombra de escarpadas colinas, vivía una pareja de ancianos, Axl y Beatrice. Tal vez ésos no fuesen sus nombres exactos o completos, pero, para simplificar, así es como nos referiremos a ellos. Podría decir que esa pareja vivía aislada, pero en aquel entonces muy pocos vivían “aislados” en el sentido que nosotros le damos al término. Para garantizarse calor y protección, los aldeanos vivían en refugios, muchos de ellos horadados en las profundidades de la ladera de la colina, conectados unos con otros a través de pasajes subterráneos y pasadizos cubiertos. Nuestra pareja de ancianos vivía en una de esas madrigueras con ramificaciones –”edificio” sería una palabra demasiado grandilocuente–, junto a aproximadamente otros sesenta aldeanos. Si uno salía de esas madrigueras y caminaba veinte minutos por la colina, llegaba al siguiente asentamiento, que a simple vista resultaba idéntico al primero. Pero a ojos de los propios habitantes habría un montón de detalles distintivos de los que sentirse orgullosos o avergonzados.

No pretendo dar la impresión de que eso era lo único que había en la Inglaterra de aquel entonces; de que en una época en la que florecían civilizaciones esplendorosas en otras muchas partes del mundo, aquí estábamos no mucho más allá de la Edad de Hierro. Si hubieseis podido deambular a voluntad por la campiña, habríais descubierto castillos rebosantes de música, buena comida y gente en perfecta forma física, y monasterios cuyos moradores dedicaban sus vidas al conocimiento. Pero desplazarse era arduo. Incluso a lomos de un caballo fuerte, con buen tiempo, habríais podido cabalgar durante días sin vislumbrar ningún castillo o monasterio asomando entre la vegetación. Os habríais topado mayormente con comunidades como la que acabo de describir, y a menos que llevaseis encima obsequios en forma de comida o ropa, o fueseis armados hasta los dientes, nada os habría garantizado un buen recibimiento. Siento pintar semejante cuadro de nuestro país en aquella época, pero así eran las cosas.

Pero regresemos a Axl y Beatrice. Como decía, esta pareja de ancianos vivía en la zona más alejada de la red de madrigueras, donde su refugio estaba menos protegido de los elementos y apenas se beneficiaba del fuego de la Gran Sala en la que todos se congregaban por la noche. Tal vez hubo un tiempo en que habían vivido más cerca del fuego; un tiempo en que habían vivido con sus hijos. De hecho, ésta era la idea que le rondaba por la cabeza a Axl mientras permanecía tendido en el lecho durante las largas horas que precedían al amanecer con su esposa profundamente dormida a su lado, y entonces una sensación difusa de pérdida se adueñaba de su corazón, impidiéndole volver a conciliar el sueño.

Tal vez ése fue el motivo por el cual, esa mañana en concreto, Axl se había levantado del lecho y se había deslizado sigilosamente hasta el exterior de la madriguera para sentarse en el torcido banco junto a la entrada, esperando allí los primeros atisbos del alba. Era primavera, pero el viento seguía siendo helado, aun con la capa de Beatrice con la que se había envuelto al salir. Sin embargo, estaba tan absorto en sus pensamientos que para cuando se dio cuenta del frío que hacía, las estrellas ya habían desaparecido, por el horizonte se extendía un resplandor y de la penumbra emergían las primeras notas del canto de los pájaros.

Se puso lentamente de pie, lamentando haber estado a la intemperie tanto rato. Gozaba de buena salud, pero le había llevado algún tiempo sacarse de encima su última fiebre y no quería recaer. Ahora notaba la humedad en las piernas, pero mientras se daba la vuelta para volver adentro, se sentía francamente satisfecho: porque esa mañana había logrado recordar varias cosas que hacía ya tiempo que se habían desvanecido en su memoria. Además, tenía la sensación de que estaba a punto de llegar a algún tipo de decisión trascendental –una que llevaba mucho tiempo posponiendo– y sentía una exaltación interior que estaba ansioso por compartir con su esposa.

Dentro, los pasadizos de la madriguera estaban todavía completamente a oscuras, y tuvo que avanzar a tientas hasta dar con la puerta de su estancia. Muchas de las «puertas» de la madriguera eran simples arcadas que marcaban el umbral de una estancia. El carácter abierto de esta distribución no parecía incomodar a los aldeanos por la falta de privacidad, y en cambio permitía que las estancias se beneficiasen del calor que se extendía por los túneles desde la gran hoguera o las hogueras más pequeñas permitidas en la madriguera. La estancia de Axl y Beatrice, sin embargo, al estar demasiado alejada de cualquiera de los fuegos, sí tenía algo que podríamos denominar una puerta; un enorme marco de madera con pequeñas ramas, enredaderas y cardos entrelazados que quien salía o entraba tenía que apartar a un lado cada vez que cruzaba el umbral, pero que permitía mantener a raya las gélidas corrientes de aire. A Axl no le hubiera importado mucho no contar con esa puerta, pero con el tiempo se había convertido en objeto de considerable orgullo para Beatrice. A menudo, cuando él regresaba, se encontraba a su mujer sacando las plantas marchitas de la construcción y sustituyéndolas por otras recién cortadas que había reunido durante el día.

Esa mañana, Axl movió el parapeto justo lo suficiente para poder pasar, procurando hacer el menor ruido posible. Las primeras luces del alba se filtraban en la habitación a través de las pequeñas grietas de la pared exterior. Podía vislumbrar su propia mano débilmente iluminada ante él y, sobre el lecho de hierba, la silueta de Beatrice, que seguía profundamente dormida bajo las gruesas mantas.

Estuvo tentado de despertar a su esposa. Porque una parte de él le decía que si en ese momento ella estuviese despierta y hablase con él, cualquier última barrera que todavía se interpusiese entre él y su decisión finalmente se desmoronaría. Pero aún faltaba un poco para que la comunidad se levantase y diese comienzo un nuevo día de trabajo, de modo que se acomodó en la banqueta baja en la esquina de la estancia, todavía envuelto en la capa de Beatrice.

Se preguntó si esa mañana la niebla sería muy espesa y si, a medida que la oscuridad se fuese disipando, descubriría que se había ido filtrando a través de las grietas en su estancia. Pero de pronto sus pensamientos se alejaron de estos asuntos y regresaron a lo que llevaba un tiempo preocupándole. ¿Los dos habían vivido siempre así, en la periferia de la comunidad? ¿O en algún momento del pasado las cosas habían sido muy diferentes? Hacía un rato, en el exterior, habían vuelto a su mente algunos fragmentos de recuerdos: una fugaz imagen de sí mismo recorriendo el largo pasillo central de la madriguera rodeando con el brazo a uno de sus hijos, caminando un poco inclinado, no a causa de la edad como podía suceder ahora, sino simplemente porque quería evitar golpearse la cabeza con las vigas debido a la escasa luz. Probablemente el niño estaba hablando con él, acababa de contarle algo divertido y ambos se reían. Pero ahora, como hacía un rato en el exterior, no lograba que nada quedase fijado en su cabeza, y cuanto más se concentraba, más difusos parecían hacerse los recuerdos. Tal vez todo esto no fuesen más que imaginaciones de un viejo chiflado. Tal vez Dios nunca les hubiese dado hijos.

Acaso os preguntéis por qué Axl no se dirigía a los otros aldeanos para que le ayudasen a recordar su pasado, pero no era tan sencillo como pueda parecer. Porque en esta comunidad raramente se hablaba del pasado. No pretendo decir que fuese tabú. Quiero decir que en cierto modo se había diluido en una niebla tan densa como la que queda estancada sobre los pantanos. Simplemente a estos aldeanos no se les pasaba por la cabeza pensar en el pasado, ni tan siquiera en el más reciente.

Por poner un ejemplo de algo que llevaba cierto tiempo preocupando a Axl: estaba seguro de que no hacía mucho habitaba entre ellos una mujer con una larga melena pelirroja, una mujer considerada fundamental para la aldea. Cuando cualquiera se hacía una herida o enfermaba, era a esta mujer pelirroja, experta en sanar, a la que se iba a buscar. Y, sin embargo, ahora ya no había ni rastro de ella, pero nadie parecía preguntarse qué había sido de aquella mujer, ni se lamentaban de su ausencia. Cuando una mañana Axl mencionó el asunto a tres vecinos mientras trabajaban juntos rompiendo la capa de hielo que cubría un campo, su respuesta le dejó claro que no sabían de qué les hablaba. Uno de ellos incluso había hecho una pausa momentánea en el trabajo en un esfuerzo por recordar, pero había acabado negando con la cabeza.

–Tuvo que ser hace mucho tiempo –sentenció.

–Yo tampoco recuerdo en absoluto a esa mujer –le había asegurado Beatrice cuando él le sacó el tema una noche–. Axl, tal vez te la imaginaste en sueños porque te gustaría contar con alguien así, pese a que tienes una esposa que está a tu lado y que es capaz de mantener la espalda erguida mejor que tú. Eso había sucedido en algún momento del otoño pasado y habían permanecido echados uno junto al otro en su lecho, completamente a oscuras, escuchando cómo la lluvia repiqueteaba contra su refugio.

–Es cierto que en todos estos años apenas has envejecido, princesa –le había dicho Axl–.

Pero esa mujer no era un sueño y tú misma la recordarías si dedicases un momento a pensar en ella. Hace tan sólo un mes estaba ante nuestra puerta, un alma bondadosa preguntando si necesitábamos que nos trajera algo. Seguro que lo recuerdas.

–¿Pero por qué pretendía traernos algo? ¿Tenía alguna relación de parentesco con nosotros?

–Creo que no, princesa. Sólo trataba de ser amable. Seguro que lo recuerdas. Aparecía a menudo ante la puerta preguntando si teníamos frío o hambre.

–Lo que pregunto, Axl, es ¿por qué tenía esas deferencias con nosotros?

–Yo también me lo preguntaba entonces, princesa. Recuerdo haber pensado: vaya, he aquí a una mujer que se preocupa por atender a los enfermos y sin embargo nosotros dos estamos tan sanos como el resto de la comunidad. ¿Tal vez hay rumores de alguna plaga inminente y ella ha venido para examinarnos? Pero resulta que no hay ninguna plaga y esa mujer simplemente está siendo amable. Ahora que hablamos de ella, me vienen más recuerdos a la cabeza. Se quedó allí de pie y nos dijo que no nos angustiásemos cuando los niños se mofaban de nosotros. Eso fue todo. Y no volvimos a verla.

–Axl, no sólo esa mujer pelirroja es fruto de tu imaginación, sino que además resulta que es tan tonta como para preocuparse por unos cuantos niños y sus juegos.

–Eso es lo que pensé entonces, princesa. Qué daño pueden hacernos unos niños que simplemente pasan el rato por aquí cuando fuera hace un tiempo de perros. Le dije que ni se nos había pasado por la cabeza pensar en eso, pero ella insistió amablemente. Y recuerdo que entonces dijo que era una pena que hubiéramos pasado tantas noches sin una simple vela.

–Si a esa mujer le apenaba que no dispusiésemos de una vela –había dicho Beatrice–, al menos en algo tenía toda la razón. Es un insulto que se nos haya prohibido tener una vela en noches como ésta, teniendo, como tenemos, unas manos tan firmes como las de cualquiera de ellos. Mientras que hay otros que tienen velas en sus estancias pese a que cada noche se les sube la sidra a la cabeza o incluso tienen niños que corretean como salvajes. Y sin embargo nos han quitado la vela a nosotros, y ahora, Axl, apenas puedo ver tu silueta pese a que estás pegado a mí.

–No tienen ninguna voluntad de ofendernos, princesa. Simplemente es el modo en que siempre se han hecho las cosas, no hay más motivos.

–Bueno, tu mujer imaginaria no es la única que considera que es desconcertante que nos tengan que quitar la vela. Ayer, o tal vez fue anteayer, fui hasta el río y al pasar junto a las mujeres estoy segura de que les oí decir, cuando creían que ya no podía oírlas, la desgracia que era que una pareja que todavía camina perfectamente erguida como nosotros tuviera que pasar todas las noches a oscuras. De modo que esa mujer con la que has soñado no es la única que piensa de este modo.

–No es fruto de mi imaginación. Te lo repito, princesa. Hace un mes aquí todo el mundo la conocía y tenía una palabra amable para ella. ¿Cuál puede ser la causa de que todos, incluida tú, os hayáis olvidado por completo de su existencia?

Al recordar ahora, en esta mañana de primavera, la conversación, Axl se sintió casi preparado para admitir que había estado equivocado con respecto a la mujer pelirroja. Era, después de todo, un hombre de edad avanzada, propenso a las confusiones ocasionales. Sin embargo, este asunto de la mujer pelirroja era uno más de una sucesión de episodios desconcertantes. Resultaba frustrante que ahora no le vinieran a la cabeza algunos de los múltiples ejemplos, pero había muchos, de eso no había duda. Estaba, sin ir más lejos, el incidente relacionado con Marta.

Era una niña de nueve o diez años que siempre había tenido reputación de no temerle a nada. Todas esas historias que ponían los pelos de punta sobre lo que les podía suceder a los niños que se iban por ahí solos no parecían hacer mella en su afición por la aventura. De modo que la tarde en que, cuando quedaba menos de una hora de luz diurna, con la niebla avanzando y los aullidos de los lobos oyéndose por la ladera de la colina, se corrió la voz de que Marta había desaparecido, todo el mundo dejó lo que estaba haciendo, alarmado. Durante un rato, varias voces gritaron su nombre por toda la madriguera y se oyeron pasos corriendo arriba y abajo por los pasadizos mientras los aldeanos revisaban cada dormitorio, los huecos excavados como almacenes, las cavidades bajo los travesaños, cualquier escondrijo en el que una niña pudiese meterse para divertirse.

Y entonces, en plena situación de pánico, dos pastores que regresaban de su turno en las colinas entraron en la Gran Sala y empezaron a calentarse junto al fuego. Mientras lo hacían, uno de ellos comentó que el día anterior habían visto a un águila volando en círculo sobre sus cabezas, una, dos y hasta tres veces. No había duda, dijeron, de que era un águila. Sus palabras se extendieron rápidamente y al poco rato se congregó alrededor del fuego una multitud para escuchar a los pastores. Incluso Axl se apresuró para unirse a los demás, ya que la aparición de un águila en su país era desde luego una novedad. Entre los muchos poderes que se les atribuían a las águilas estaba la capacidad de ahuyentar a los lobos, y en otros lugares, se decía, los lobos habían desaparecido gracias a esas aves.

Al principio los dos pastores fueron ávidamente interrogados y les hicieron repetir la historia que contaban una y otra vez. Progresivamente se empezó a extender el escepticismo entre sus oyentes. Se habían oído historias parecidas muchas veces, señaló alguien, y siempre se había demostrado que eran infundadas. Otro de los presentes recordó que estos mismos pastores habían contado la misma historia la primavera pasada y después no se produjo ni un solo avistamiento. Los pastores negaron indignados haber contado nada de eso en el pasado y la multitud no tardó en dividirse entre los que se pusieron del lado de los pastores y los que afirmaban recordar vagamente el supuesto episodio del pasado año.

A medida que la trifulca se avivaba, Axl notó que le invadía esa familiar sensación agobiante de que algo no cuadraba y, alejándose del griterío y los empellones, salió al exterior para contemplar el cielo del anochecer y la niebla que se deslizaba a ras de suelo. Y al cabo de un rato, las piezas empezaron a encajar en su cabeza: la desaparición de Marta, el peligro, cómo no hacía mucho todo el mundo la había estado buscando. Pero estos recuerdos ya se estaban haciendo confusos, de un modo parecido a como un sueño se diluye durante los segundos posteriores al despertar, y sólo mediante un supremo acto de concentración Axl logró retener la imagen de Marta mientras las voces a sus espaldas seguían discutiendo sobre el águila. Y entonces, mientras seguía allí plantado, oyó la voz de una niña canturreando para sí misma y vio emerger a Marta de entre la niebla ante él.

–Eres muy rara, niña –le dijo Axl al verla venir brincando hacia él–. ¿No tienes miedo de la oscuridad? ¿De los lobos o de los ogros?

–Oh, sí que les tengo miedo, señor –le respondió con una sonrisa–. Pero sé cómo esconderme de ellos. Espero que mis padres no hayan preguntado por mí. La semana pasada encontré un escondrijo perfecto.

–¿Preguntado por ti? Evidentemente que han preguntado por ti. La aldea entera te busca. Escucha el alboroto que hay ahí dentro. Eso es por ti, niña. Marta se rió y comentó:

–¡Oh, déjelo ya, señor! Ya sé que no me han echado de menos. Y oigo perfectamente que ahí dentro no están hablando a gritos sobre mí.

Cuando la niña dijo eso, Axl pensó que sin duda tenía razón: las voces que llegaban desde el interior no discutían sobre ella, sino sobre otro asunto completamente distinto. Se inclinó hacia la entrada para escuchar mejor, y al cazar al vuelo una frase suelta entre los gritos empezó a recordar la historia de los pastores y el águila. Se estaba preguntando si debería explicarle algo de eso a Marta cuando de pronto ella pasó junto a él y se deslizó hacia el interior.

La siguió, imaginando el alivio y la alegría que causaría la reaparición de la niña. Y, sinceramente, se le pasó por la cabeza que al entrar con ella le atribuirían parte del mérito de su regreso. Pero cuando los dos se asomaron a la Gran Sala, los aldeanos seguían tan enfrascados en su trifulca con los pastores que sólo unos pocos se tomaron la molestia de volver la cabeza hacia él y la niña. La madre de Marta sí se apartó de la multitud lo suficiente para decirle a su hija: «¡De modo que aquí estás! ¡No se te ocurra volver a desaparecer así! ¿Cómo tengo que decírtelo?», antes de volver a dirigir su atención a la disputa alrededor del fuego. Al verlo, Marta sonrió a Axl como diciéndole: “¿Ves lo que te decía?”, y desapareció entre las sombras en busca de sus amiguitos.

La luz había empezado a aumentar significativamente en la estancia. Su habitación, como estaba en la zona periférica, tenía una ventana que daba al exterior, aunque era demasiado alta como para mirar por ella sin subirse a una banqueta. En ese momento estaba tapada con una tela, pero un temprano rayo de sol se colaba por una esquina, proyectando un haz de luz hacia donde Beatrice dormía. Axl descubrió, resaltado por ese rayo, lo que parecía un insecto merodeando alrededor de la cabeza de su esposa. De pronto se percató de que era una araña, suspendida en el aire gracias a su invisible hilo vertical, y mientras la contemplaba, la intrusa inició su suave descenso. Levantándose sin hacer ruido, Axl atravesó la pequeña estancia, barrió con la mano el aire sobre la cabeza de su mujer dormida y atrapó a la araña en la palma. Permaneció unos instantes allí de pie, contemplando a Beatrice. Había en su rostro dormido una placidez que últimamente era difícil de ver cuando estaba despierta, y la repentina ráfaga de felicidad que esa imagen le trajo le cogió por sorpresa. Supo entonces que la decisión estaba tomada y sintió de nuevo el impulso de despertarla para contarle las novedades. Pero le frenó lo egoísta que resultaba una decisión así, y, además, ¿cómo podía estar tan seguro de la reacción de ella? Al final decidió regresar sigilosamente a la banqueta y, mientras se volvía a sentar, se acordó de la araña y abrió lentamente la mano.

Cuando un rato antes había estado sentado fuera en el banco, esperando los primeros rayos del sol, había intentado recordar cuándo hablaron por primera vez de la idea del viaje Beatrice y él. En ese momento pensó que fue durante una conversación que mantuvieron una noche en esta misma estancia, pero ahora, mientras contemplaba cómo la araña correteaba por el canto de su mano y se escabullía por el suelo de tierra, de repente tuvo claro que la primera vez que mencionaron el asunto fue ese día en que aquella desconocida vestida con oscuros harapos había pasado por la aldea.

La mañana había sido plomiza –¿el pasado noviembre, tanto tiempo atrás?– y Axl había estado siguiendo el curso del río por un sendero sobre el que colgaban las ramas de los sauces. Regresaba apresuradamente a la madriguera desde los campos, tal vez para recoger alguna herramienta o recibir nuevas instrucciones del capataz. En cualquier caso, se detuvo al oír unas voces tras los arbustos que tenía a su derecha. Lo primero que pensó era que se trataba de ogros y buscó a su alrededor una piedra o un palo. Pero enseguida se percató de que las voces –todas femeninas–, aunque enojadas y alteradas, no transmitían la sensación de pánico que acompañaba los ataques de los ogros. De todos modos, se abrió camino con determinación a través de una maraña de arbustos de enebro y se plantó dando un traspié en un claro en el que vio a cinco mujeres –no en su primera juventud, pero todavía en edad fértil– que permanecían de pie muy juntas. Le daban la espalda y siguieron gritándole a algo que había a lo lejos. Él logró acercarse mucho a ellas antes de que una se sobresaltase al percatarse de su presencia, pero entonces las demás se volvieron y lo miraron casi con insolencia.

–Bueno, bueno –dijo una de ellas–. Tal vez sea una casualidad o tal vez sea algo más. Pero aquí está el marido y con suerte la hará entrar en razón. La mujer que lo había descubierto comentó:

–Le hemos dicho a vuestra esposa que no fuera, pero no nos ha hecho caso. Se ha empeñado en llevarle comida a la forastera, pese a que parece un demonio o algún tipo de elfo disfrazado.

–¿Corre peligro mi esposa? Señoras, por favor, aclárenmelo.

–Esa desconocida lleva toda la mañana merodeando a nuestro alrededor –explicó otra–. Con la melena cayéndole por la espalda y ataviada con una andrajosa capa negra. Ha dicho que era sajona, pero no va vestida como ningún sajón con el que nos hayamos cruzado. Ha intentado acercarse sigilosamente a nosotras en la ribera del río mientras hacíamos la colada, pero la hemos descubierto a tiempo y la hemos ahuyentado. Sin embargo, ella no ha dejado de merodear, actuando como si estuviese desconsolada por algo, y en otros momentos pidiéndonos comida. Nos ha parecido que todo el rato dirigía sus hechizos directamente sobre vuestra esposa, señor, porque a lo largo de la mañana ya hemos tenido que agarrar a Beatrice por los brazos para retenerla, por lo decidida que se mostraba a acercarse a ese demonio. Y ahora nos ha apartado a todas y se ha ido directa hacia el viejo espino, donde ese demonio estaba sentada esperándola. Hemos intentado impedirlo por todos los medios, señor, pero los poderes de ese demonio deben haber penetrado en ella, porque ha desplegado una fuerza sobrenatural para una mujer tan frágil y anciana como vuestra esposa.

–El viejo espino… –Se ha marchado hace un momento, señor. Pero sin duda esa mujer es un demonio, y si la seguís tened cuidado de no tropezar o pincharos con un cardo envenenado que os produzca una herida de esas que no se curan nunca. Axl se esforzó por ocultar la irritación que le provocaban esas mujeres y dijo con tono amable:

–Os estoy muy agradecido, señoras. Iré a comprobar qué le sucede a mi esposa. Disculpadme.

Para nuestros aldeanos, el “viejo espino” se refería tanto a un paraje como al propio espino que crecía aparentemente justo sobre la roca al borde del promontorio, a poca distancia de la madriguera. Los días soleados, si no hacía demasiado viento, era un lugar agradable para pasar el rato. Desde allí se tenía una panorámica estupenda de la ladera que descendía hasta el agua, del meandro que trazaba el río y de los pantanos que se extendían más allá. Los domingos los niños solían jugar alrededor de las nudosas raíces y en ocasiones se atrevían a saltar desde el borde del promontorio, lo que de hecho no representaba más que una pequeña caída que no podía causar daño a ningún niño, como mucho hacerle rodar como un barril por la pendiente cubierta de hierba. Pero en una mañana como ésa, en la que los adultos y también los niños tenían muchas tareas por delante, el lugar probablemente estaría desierto, y a Axl, que ascendía por la pendiente entre la niebla, no le sorprendió ver que las dos mujeres estaban solas, sus cuerpos apenas siluetas recortadas contra el cielo blanquinoso. En efecto, la desconocida, sentada con la espalda apoyada en la roca, vestía de un modo peculiar. Desde la distancia, al menos, la capa parecía hecha de varias piezas de tela zurcidas y en ese momento aleteaba movida por el viento, lo cual le daba a su propietaria el aspecto de un pájaro a punto de levantar el vuelo. Junto a ella, Beatrice –de pie, con la cabeza inclinada hacia su compañera– parecía menuda y vulnerable. Mantenían una vivaz conversación, pero al descubrir que Axl se acercaba desde abajo, se callaron y lo observaron. Entonces Beatrice se acercó al borde del promontorio y le gritó:

–¡Detente donde estás, esposo, no sigas avanzando! Yo me acercaré a ti. Pero no subas hasta aquí porque perturbarás el sosiego de esta pobre mujer ahora que por fin puede dar descanso a sus pies y comer un poco del pan de ayer. Axl esperó tal como le pedía y al poco rato vio que su esposa descendía por el sendero en su dirección. Llegó hasta él y, sin duda preocupada por que el viento pudiese llevar sus palabras hasta la forastera, le dijo en voz baja:

–¿Esas chifladas te han mandado en mi busca, esposo? Cuando yo tenía su edad, estoy segura de que eran las ancianas las que estaban llenas de temores y creencias absurdas, convencidas de que cada piedra estaba maldita y cada gato vagabundo era un espíritu maligno. Pero ahora que yo me he convertido en una vieja, me encuentro con que son las jóvenes las que están llenas de estas creencias, como si nunca hubieran escuchado la promesa del Señor de caminar a nuestro lado a todas horas. Mira a esa pobre forastera, mírala con tus propios ojos, agotada y sola, y ha estado vagando por el bosque y los campos durante cuatro días, y en un pueblo tras otro la han obligado a seguir su camino. Y eso que se trata de un país cristiano, pero la han tomado por un demonio o tal vez una leprosa, pese a que su piel no tiene ninguna marca de ello. Bueno, esposo, espero que no hayas venido para decirme que no debo reconfortar a esta pobre mujer y ofrecerle la poca comida que llevo encima.

–Jamás te diría algo así, princesa, porque veo con mis propios ojos que lo que dices es cierto. Antes incluso de llegar hasta aquí ya estaba pensando lo vergonzoso que resulta que ya no podamos recibir a una forastera con amabilidad.

–Entonces sigue con tus asuntos, esposo, porque estoy segura de que van a quejarse otra vez de lo lento que eres con el trabajo y antes de que te des cuenta volverán a mandar a los niños a corear nuestros nombres mofándose.

–Nadie se ha quejado nunca de que haga mi trabajo con lentitud, princesa. ¿Dónde has oído eso? Jamás he oído una queja de este tipo, y soy capaz de cargar con lo mismo que cualquier hombre veinte años más joven.

–Sólo te estoy provocando, esposo. Está claro que nadie se ha quejado de tu trabajo. –Si hay niños que nos molestan, no tiene nada que ver con que yo trabaje rápido o lento, sino con que sus padres son demasiado necios o más bien están demasiado borrachos como para enseñarles buenos modales o inculcarles la necesidad de ser respetuosos.

–Tranquilízate, esposo. Ya te he dicho que te estaba provocando y no lo volveré a hacer. La forastera me estaba contando algo que me interesa mucho y que en algún momento también podría interesarte a ti. Pero tiene que acabar de contármelo, de modo que debo pedirte de nuevo que vuelvas a la tarea que te hayan encomendado y me permitas seguir escuchándola y dándole todo el consuelo que pueda.

–Princesa, discúlpame si mi tono ha sido demasiado áspero. Pero Beatrice ya se había dado la vuelta y estaba ascendiendo de nuevo por el sendero, de regreso hacia el espino y la silueta de la capa aleteante. Un poco más tarde, después de haber cumplido con el trabajo que le habían asignado, Axl regresaba hacia los campos y, aun a riesgo de poner a prueba la paciencia de sus colegas, se desvió del camino para volver a pasar por el viejo espino. Porque lo cierto era que aunque compartía por completo el desprecio de su esposa hacia las suspicacias de aquellas mujeres, él mismo no se había podido liberar de la idea de que la forastera suponía algún tipo de amenaza y se sentía inquieto después de haber dejado a Beatrice con ella. Por eso se sintió aliviado cuando vio la silueta de su esposa, sola en el promontorio delante de la roca, contemplando el cielo. Parecía abstraída en sus pensamientos y no se percató de su presencia hasta que él la llamó. Mientras Axl observaba cómo ella descendía por el sendero, más lentamente que antes, se le pasó por la cabeza por primera vez que últimamente había algo distinto en su manera de caminar. No era exactamente que cojease, pero era como si se moviese con cuidado por algún dolor secreto en alguna parte de su cuerpo. Cuando le preguntó, en cuanto la tuvo cerca, qué había sido de su extraña compañera, Beatrice se limitó a decir: –Ha seguido su camino. –Supongo que habrá quedado muy agradecida de tus atenciones, princesa. ¿Has hablado con ella mucho rato?

–Así es, y ella tenía un montón de cosas que contar. –Ya veo que algo de lo que te ha dicho te ha inquietado, princesa. Tal vez esas mujeres tenían razón y era mejor evitar a esa desconocida.

Nació en Japón pero vive en Inglaterra. Foto: efe

Kazuo Ishiguro nació en Nagasaki en 1954, pero se trasladó a Inglaterra en 1960. Ha estudiado en las universidades de Kent y de East Anglia y en la actua­lidad vive en Londres. Está considerado uno de los mejores escritores contemporáneos. En 1995 fue nombrado Oficial de la Orden del Imperio Británico, y, en 1998, Caballero de las Artes y las Letras por el gobierno francés. Su obra ha sido traducida a más de cuarenta idiomas. Es autor de siete novelas –Páli­da luz en las colinas (Premio Winifred Holtby), Un artista del mundo flotante (Premio Whitbread), Los restos del día (Premio Booker), Los inconsolables (Premio Cheltenham), Cuando fuimos huérfanos, Nunca me abandones (Premio Novela Europea Casi­no de Santiago) y El gigante enterrado– y un libro de relatos –Nocturnos–, obras extraordinarias que Ana­grama ha publicado en castellano.

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